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jueves, 11 de junio de 2020

Ecce Homo








MATEO CEREZO (Burgos, 1637-Madrid, 1666).
Óleo sobre lienzo.
Reentelado en el siglo XIX.
Marco de época.
Medidas: 125 x 91 cm; 147,5 x 114 cm (marco).
Es en la temática del Ecce Homo donde encontramos un Mateo Cerezo más intimista. Realizó variedad de cuadros sobre el tema (véase las del Museo del Prado o la del Museo de Bellas Artes de Budapest). En todos ellos Cristo, solo o acompañado de una sola figura (soldado o discípulo), se recorta sobre un fondo oscuro cuya penumbra realza a la figura, y nos hace atender a la soledad de su dolor. Aquí hay un intercambio de gestos y miradas, un acompañamiento del discípulo en ese dolor. Fuertes luces contrastadas lo hacen deudor del tenebrismo caravaggista, aunque la espiritualidad que aquí se expresa es más contenida y pausada, sin dramatismos.
Mateo Cerezo se formó en Madrid, entrando a formar parte del taller de Carreño. Fue un artista muy solicitado por una variada clientela, sobre todo por su pintura religiosa, aunque también abordara otros géneros. En este sentido, el tratadista y biógrafo Palomino declaraba el primor con el que realizaba «bodegoncillos, con tan superior excelencia, que ningunos le aventajaron», juicio plenamente corroborado al contemplar las obras del Museo Nacional de San Carlos de México, que aparecen firmadas y fechadas. Con base a ellas, Pérez Sánchez le atribuyó el Bodegón de cocina comprado por el Museo del Prado en 1970, una obra de evidente influencia flamenca que, en ocasiones, ha hecho pensar en Pereda. Y es que los trabajos de este artista vallisoletano también se han señalado como ascendientes de Cerezo, sobre todo en sus primeras creaciones. Sabemos que en 1659 Cerezo trabajaba en Valladolid, donde dejó unas obras algo más toscas de las que realizó en la década siguiente. En sus trabajos se afirma como fiel seguidor de Carreño, de quien se convirtió en uno de sus mejores colaboradores. El maestro le mostró el camino en el que él mismo profundizó después, continuando la senda de Van Dyck y Tiziano. Así, Cerezo desarrolla unas composiciones que se abren en amplias y complejas escenografías, concebidas con un distinguido refinamiento, que se manifiesta tanto en el conjunto de la obra como en los más menudos detalles. Al igual que el maestro de Amberes, dota a sus personajes de una rica magnificencia en sus ropajes, aplicando una pincelada fluida y ligera, contrastada por unos ricos juegos de luces. De todo ello es soberbio ejemplo el lienzo Los desposorios místicos de santa Catalina del Prado, firmado y fechado en 1660. La magnífica escenografía de pleno carácter barroco, cerrada con un majestuoso fondo arquitectónico y un paisaje de nubes y cielo plenamente venecianos, denota la elegancia de las obras de Van Dyck. A la influencia de este mismo artista pueden adscribirse las opulentas vestiduras de la santa, que contrastan con el atento estudio de la realidad con que representa el cestillo de frutas, muestra de la calidad de bodegonista del pintor burgalés.

Vi­si­ta­ción de la Vir­gen a Santa Isa­bel








FRANS FRAN­CKEN III (Am­be­res, Bél­gi­ca, 1607 – 1667) y JAN BRUEGHEL EL JOVEN (Am­be­res, Bél­gi­ca, 1601 – 1678)
Óleo sobre cobre.
En­ga­ti­lla­do.
Me­di­das: 35,5 x 45 cm; 49 x 59,5 cm (marco).
En esta pin­tu­ra al óleo sobre cobre Fran­cken III re­pre­sen­ta la Vi­si­ta­ción, con María y su prima en pri­mer tér­mino, abra­za­das, y sus es­po­sos en se­gun­do plano. Sobre las dos mu­je­res se sitúa un rom­pi­mien­to de Glo­ria que inun­da de luz do­ra­da la es­ce­na, y en cuyo cen­tro des­ta­ca el Es­pí­ri­tu Santo en forma de pa­lo­ma. La com­po­si­ción se abre a un pai­sa­je tra­ba­ja­do en gran pro­fun­di­dad en el lado iz­quier­do, mien­tras que se cie­rra en el de­re­cho me­dian­te una ar­qui­tec­tu­ra clá­si­ca, en una com­po­si­ción tí­pi­ca del ba­rro­co cla­si­cis­ta de in­fluen­cia ita­lia­na. Des­ta­ca for­mal­men­te el tra­ta­mien­to del pai­sa­je, tra­ba­ja­do a base de pla­nos que se su­ce­den en pro­fun­di­dad, en tonos azu­la­dos, di­fu­mi­na­dos por la dis­tan­cia, si­guien­do la tra­di­ción del pai­sa­je fla­men­co, es­ta­ble­ci­da ya en el siglo XV. Tam­bién la acu­sa­da na­rra­ti­vi­dad, que vemos en la pre­sen­cia del pe­rri­to en el pri­mer plano, o en la ac­ción que se desa­rro­lla entre los dos hom­bres, que se sa­lu­dan y con­ver­san, es un rasgo tí­pi­co de la es­cue­la fla­men­ca.
La es­ce­na, alo­ja­da en una car­te­la oval ho­ri­zon­tal, queda en­mar­ca­da por una rica y sun­tuo­sa de­co­ra­ción, tí­pi­ca­men­te ba­rro­ca, a base de gran­des flo­res, ces­tos de fru­tas, cin­tas for­man­do de­li­ca­dos lazos e in­clu­so un pa­ja­ri­llo, en una com­po­si­ción or­na­men­tal de gran de­li­ca­de­za y un rea­lis­mo tal que roza el ilu­sio­nis­mo. Esta guir­nal­da está rea­li­za­da por Jan Brueghel el Joven, en una co­la­bo­ra­ción entre maes­tros tí­pi­ca del ba­rro­co fla­men­co, una es­cue­la en la que la es­pe­cia­li­za­ción de los pin­to­res en gé­ne­ros (fi­gu­ras, bo­de­go­nes, ani­ma­les, in­te­rio­res, ar­qui­tec­tu­ras, etc.), hizo fre­cuen­tes este tipo de tra­ba­jos con­jun­tos.
En el epi­so­dio de la Vi­si­ta­ción María, des­pués de la en­car­na­ción del Verbo en su seno, vi­si­ta a su prima Isa­bel que es­pe­ra­ba un niño, quien será san Juan Bau­tis­ta. Isa­bel re­co­no­ce en­ton­ces a María como la madre de Dios con estas pa­la­bras: “Ben­di­ta tú eres entre todas las mu­je­res por haber cum­pli­do lo que el Señor te mandó. ¿Quién soy yo para que la Madre de mi Sal­va­dor me vi­si­te?”. Este epi­so­dio es un ejem­plo de ser­vi­cio y en­tre­ga a los demás, pues se toma como mo­de­lo a la Vir­gen María. Se trata de una es­ce­na re­pre­sen­ta­da con fre­cuen­cia en el arte a lo largo de la his­to­ria, si bien ha­bi­tual­men­te se en­cuen­tran las dos mu­je­res solas, o en todo caso acom­pa­ña­das por fa­mi­lia­res.
Hijo de Frans Fran­cken II, fue el úl­ti­mo miem­bro de la im­por­tan­te fa­mi­lia de pin­to­res de este ape­lli­do. Fi­na­li­za­da su for­ma­ción, entró en el Gre­mio de San Lucas de Am­be­res, su ciu­dad natal, en 1639, y llegó a ser de­cano de esta ins­ti­tu­ción en 1656, cargo que ocupó du­ran­te un año. Fran­cken III desa­rro­lló una obra he­re­de­ra de la de su padre, y de hecho sus pin­tu­ras se con­fun­den a me­nu­do, de­bi­do a que ambos uti­li­za­ron idén­ti­ca firma. Así, vemos en su pro­duc­ción la in­fluen­cia de Jan Brueghel de Ve­lours y de sus an­te­ce­so­res de la fa­mi­lia Fran­cken, así como deu­das con el ma­nie­ris­mo y la pin­tu­ra del siglo XVI, apre­cia­bles tanto en la es­truc­tu­ra de las com­po­si­cio­nes como en el ritmo y la ex­pre­sión de las fi­gu­ras. Ade­más, como ocu­rría en la obra de su padre, sus per­so­na­jes in­clu­yen alu­sio­nes evi­den­tes a la obra de ar­tis­tas ita­lia­nos como Ra­fael, Ve­ro­nés o Zuc­ca­ro. Sin em­bar­go, las obras del hijo se ca­rac­te­ri­zan por una ma­ne­ra menos ro­tun­da y una fac­tu­ra más suave que las de Fran­cken II. Es fre­cuen­te la re­uti­li­za­ción de mo­ti­vos con­cre­tos de cua­dros del padre en la pin­tu­ra del hijo, quien tam­bién ma­ni­fies­ta prés­ta­mos pic­tó­ri­cos pro­ce­den­tes de al­gu­nas obras ho­lan­de­sas. Sus prin­ci­pa­les tra­ba­jos se basan en la in­cor­po­ra­ción de fi­gu­ras en los cua­dros de in­te­rio­res de igle­sias fla­men­cas de Lu­do­vi­cus Neefs, de los que son bri­llan­te ejem­plo las dos con­ser­va­das en el Museo del Prado